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México, por su ubicación geográfica y distribución territorial de la población, no está exento de amenazas de desastres ligados a fenómenos naturales, especialmente en las aglomeraciones urbanas. Los principales desastres lo constituyen los derivados de fenómenos hidrometeorológicos (inundaciones y deslizamientos de tierra) y sismos; éstos suelen representar afectaciones materiales, pérdidas humanas y costos económicos.
Cálculos del Centro Nacional de Prevención de Desastres (CENAPRED), con apoyo de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), estiman que para México, en los dos últimos decenios del siglo pasado, los desastres ocasionaron una pérdida media anual de 600 millones de dólares y en el primer decenio de este siglo ascendieron a cerca de 1,000 millones anuales. De estos costos, los daños en viviendas representaron una tercera parte de las pérdidas. Mientras que los eventos hidrometeorológicos concentran pérdidas materiales, los desastres sísmicos representan pérdidas humanas y económicas, como es el caso del sismo de 1985 (figura 1) y el de septiembre de 2017.
Los eventos sísmicos también generan un impacto devastador tanto en la infraestructura urbana como en la vida cotidiana de las personas afectadas. Un sismo de gran magnitud suele colapsar el equipamiento urbano para emergencias (hospitales, vialidades para evacuación y alberges) y hacer inoperantes los servicios públicos denominados líneas vitales (abastecimiento de agua, energía eléctrica, transporte, comunicaciones, etc.). Por esta razón se califica a los sismos como eventos críticos (BID, 2007:21), además de que su incidencia local tiene profundas consecuencias a nivel nacional.
Se estima que en México una tercera parte de la población vive en zonas clasificadas como de alto o muy alto peligro sísmico, por lo que su potencial destructivo es considerable. Sólo para el caso de la Ciudad de México (CDMX), un evento sísmico puede afectar a la totalidad de sus habitantes.